Juan del Castillo madura como el buen vino, autónomo y sin contaminarse por el olor de la madera ni las condiciones de la barrica. Retiene la juvenil pulsión del adjetivo y, generalmente a favor y alguna vez en contra, sus aciertos adquieren categoría permanente, con el gozo o retranca de los destinatarios, colectivos o individuales, que acatan sus certeras y hermosas calificaciones porque, para empezar, son inapelables. Pero no nos engañemos porque, debajo de la forma pulida y la sinceridad rigurosa, laten los pulsos de la emoción sencilla cuando escribe de Juan Nadie, el artesano, el oficial, el tipo de la calle, la dama antigua o la mujer garrida o aquellas golondrinas de Jaén que, junto a los ingleses ricos y curiosos, abrieron el Puerto de la Cruz, la Puerta del Valle de La Orotava, al turismo de verano porque el de invierno contaba un largo siglo de existencia. Léanse, si le apetece al lector, estas once proposiciones como otras tantas claves para disfrutar del retablo de este viejo amigo que siente y escribe tan bien, con tanta piel y tanta gracia.